Vida salvaje: una reflexión sobre la «comodidad» de no leer

Por Fernando Ávila, profesor de Lengua castellana y Literatura en el IES Gonzalo Nazareno, de Dos Hermanas (Sevilla), y autor de las novelas El publicista, Maldita tú eres y Yo, ladrón

«Maestro, ¿qué libro de lectura vas a mandar?» ¿Y qué libro no es de lectura? ¿Qué libro se escribe para no ser leído? ¿Los de Ikea, que están en sueco o que no tienen páginas, y solo sirven para decorar?»

La expresión libro de lectura encierra una verdad tan aplastante como descorazonadora. La mayoría de los adolescentes de hoy solo leen porque se les obliga en el instituto. Aunque eso de leer tiene sus matices, por supuesto. Aparte de unas cuantas excepciones, la mayoría tira de esos resúmenes que rulan por las redes y que después sueltan en los exámenes o plasman en los trabajos que les mandan los profesores.

Total, que al final, esa actividad de leer se convierte en una nota más, normalmente falsificada. Si es que, «¿para qué voy a leer? En Netflix está la peli». Y yo me pregunto: ¿somos nosotros mismos, los adultos, capaces de renunciar a la pantalla y ponernos a leer ese libro del que ya han hecho la peli?

Estoy seguro de que una inmensa parte de los padres de esos adolescentes elegirán sofá, manta y palomitas. Por no hablar de los profesores, entre los que habrá también quien se sentirá tentado de morder tan sabrosa fruta.

Vale. De acuerdo. En principio, parece mucho más atractiva la tarea de ponerse frente al televisor en lugar de abrir las páginas de un libro. La primera es una actividad pasiva que solo requiere ver y escuchar y a veces comprender —entiéndase ese ‘a veces’ como expresión temporal influida por el sofá, la manta y las palomitas —. La segunda, reconozcámoslo, implica un esfuerzo extra. Porque si algunos escritores padecen, por ejemplo, el pánico a la hoja en blanco, se desperdician muchos buenos lectores en ese lance crucial que es siempre la lectura de la primera página.

¿Solución? Solo existe una: la publicidad. Es decir, lo que se dice de alguien o de algo. Hagamos, entonces, una buena publicidad. Vendamos bien el producto. Pero sin que parezca una transacción comercial. Probemos con una especie de Marketing de aula que convierta el libro en un producto apetecible. Muchos institutos ya lo hacen, por ejemplo, con jornadas de animación a la lectura donde un monitor venido del ayuntamiento consigue despertar la curiosidad de los chavales.

¿Y en casa? ¿Cómo hacemos marketing y apagamos Netflix? Fácil. Desenchufemos el cable de internet. Quizás volver a la vida salvaje consiga sorprendernos…

Pabilo Editorial
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