¿Soy un profesor que escribe o un escritor que se gana la vida dando clases? Llevo unos cuantos años haciéndome esta pregunta y todavía no he conseguido contestármela.
Sin embargo, lo que sí sé es que, al igual que el lector da sentido a una novela, el alumno ha de convertirse en el protagonista principal de este hermoso relato llamado docencia.
Sí. Hermoso. He dicho bien. Hermoso, porque a pesar de los sinsabores con los que me encuentro a menudo, me tomo mi profesión como un libro cuyos capítulos voy engrosando de anécdotas y realidades que veo en el aula.
Cada curso termino, entonces, un libro: una novela, un poemario, un ensayo… Depende de cómo me haya ido a mí y a mis personajes. Pero, como soy un autor muy perfeccionista, me gusta repasar la obra una y otra vez. Y, en este proceso, muchas veces engorroso, me asalta siempre la misma errata: que los alumnos no saben estudiar.
Los personajes, poco desarrollados al principio, me vienen planos, carentes de profundidad psicológica y perdidos entre todas esas páginas que componen la vida. Ellos tienen su responsabilidad y deben ir adquiriendo poco a poco autonomía e independencia. Y es aquí, en este punto, donde entro yo, el escritor, para darles ese empujoncito que los eleve al final del libro a la condición de personajes redondos y plenamente evolucionados.
Para corregir esa odiosa errata de la que hablo me gusta hacer un experimento en clase que me suele funcionar bastante bien, tanto que ahí es donde comienza siempre el clímax de mi novela.
Les pido a mis alumnos que escriban en la pizarra veinte palabras inconexas entre sí, que las memoricen y después las reciten en orden. Ninguno es capaz. Luego les digo que yo sí puedo, que si quieren, pongan otras veinte o veinticinco. Panadería, bruja, bicicleta, extraterrestre, bocadillo… Me quedo mirando esas palabras y, tras un rato, me sitúo de espaldas al encerado para, a continuación, cantarlas una a una. ¿Dónde está el truco? Todos alucinan. ¡Eso es imposible! Y, sin embargo, no hay trampa ni cartón. Les cuento que ellos también pueden, que también pueden si cambian el método. En lugar de explotar la memoria, les revelo que el truco se encuentra en formar una historia con esas palabras, que así salen solas: Había una vez una bruja que siempre iba en bicicleta a la panadería. Solía acompañarla un extraterrestre al que le gustaban los bocadillos… Como no podía ser de otra manera, todos los alumnos sin excepción prueban la magia de pensar y, encantados, moldean sus propios relatos.
Y es que, como dijo Marshall McLuhan, «el mensaje es el medio», o lo que viene a ser lo mismo, el cómo. Esa frase, dicha por mi profesor de Semiótica de la Comunicación en la Facultad de Periodismo, me marcó para toda la vida. Tanto que, sin ir más lejos, es la base sobre la que se sustenta la tesis que defiendo en mi primera novela, El publicista (2019). Porque todo, absolutamente todo lo que nos rodea se halla imbuido por la importancia del cómo, más que por la del qué.
Alguien me dijo una vez que, si no obtengo el éxito deseado con mi siguiente novela, y ya van tres, no desespere y siga insistiendo, pero eso sí, que cambie de método.
Y eso es lo que hago, inventar continuamente nuevos cómo en la escritura y, por supuesto también, en la escuela. Porque ellos, mis personajes favoritos, se merecen esa novela soñada. Esa novela que un día, estoy seguro, saldrá publicada sin erratas.