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Educar para la vida

Por Pedro L. Medero Irizo. Psicólogo sanitario. Socio directivo de la Asociación Hacán, que desarrolla programas de intervención con menores en riesgo social y para la inserción sociolaboral de las personas en general. Profesor asociado del Departamento de Psicología Clínica y Experimental de la Universidad de Huelva.

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Pedro L. Medero Irizo.

El debate sobre contenidos de enseñanza es asunto de sobra conocido. Históricamente, hemos asistido a continuos cambios de leyes educativas que incluyen o excluyen asignaturas, programaciones u otros aspectos, especialmente en aquellas materias que quedan fuera de las que se vienen denominando instrumentales básicas.

Con mucha más frecuencia de la deseable, este debate, en lugar de centrarse en las necesidades del alumnado, aborda cuestiones políticas o ideológicas, utilizándose la enseñanza pública como medio para satisfacer propagandas.

Son típicas, tediosas incluso, las confrontaciones respecto a la educación religiosa, la educación para la ciudadanía, la educación en valores, u otros eufemismos con los que se disfraza el verdadero fondo de la cuestión, esto es, qué deben pensar nuestros educandos, cómo deben interpretar la vida, en qué principios deben confiar.

La cuestión es muy compleja y no puede resolverse con una apuesta simple, cierto. No obstante, a menudo los criterios de pragmatismo y adaptación social o personal brillan, no solo por su ausencia, sino por lo insólito de los mismos. Para explicarlo, permítanme un pequeño giro.

Soy psicólogo y atiendo a multitud de personas de todas las edades, incluidas personas menores de edad en periodo de formación obligatoria. La población de una consulta de psicología se compone normalmente de gente que sufre, por diferentes motivos, entre los que destacan los problemas afectivos y de ansiedad, estados que no le son ajenos a nadie: quién no ha experimentado preocupaciones, miedos, disgustos, decepciones, conflictos, tristeza, desmotivación, estrés, impaciencia… No me extiendo más. En definitiva, situaciones emocionales de sufrimiento, connaturales a la experiencia humana, que se insertan en el transcurso de la vida mediante interacciones caprichosas, pero comunes.

Son vivencias que generan malestar y dolor pero que, de no existir, supondrían también la ausencia de sus opuestos. Cuando su frecuencia e intensidad se hacen excesivamente pronunciadas, alteran significativamente la existencia y surge la necesidad de recurrir a los profesionales.

Comienza entonces, para la inmensa mayoría, la primera experiencia educativa en cuestiones como, por ejemplo, qué es la ansiedad, cómo funciona, por qué fracasan los intentos de control o reducción de la misma, qué mecanismos la activan o la disipan, qué tengo que aprender para afrontarla. Aspectos todos básicos, sencillos, explicables y transmisibles a la población lega.

En este momento, las caras de asombro se suceden entre la clientela. No por lo interesante del discurso, sino porque parecen expresar algo así como “¡por qué nadie me había explicado esto antes!”.

Unamos ahora esa exclamación al tema objeto de disertación: ¿Sería útil para el ser humano disponer de nociones básicas acerca de cómo afrontar sus estados emocionales negativos? ¿Podrían ser conocimientos de interés universal? ¿Ayudarían en el presente y en el futuro? ¿Facilitarían la reducción del sufrimiento? ¿Mejorarían la calidad de vida?

La reclamación de una mejor educación para el bienestar emocional viene de lejos. En la década de los noventa, numerosos autores ya la demandaban con insistencia. Daniel Goleman, por ejemplo, publica su libro “Inteligencia emocional” en el año 1995. Esta obra plantea abiertamente una educación que enseñe al ser humano a gestionar adecuadamente sus emociones.

Desde entonces, la importancia individual y colectiva de este aprendizaje, así como las claves para su enseñanza, han ido incrementando su relevancia en el campo científico, han estado menos presentes en el campo divulgativo y han sido prácticamente ocasionales en la escuela. La causa sigue viva, pero sin éxito.

La realidad, no nos engañemos, es que la escuela aborda esta cuestión desde perspectivas poco consistentes, a menudo intuitivas, más sujetas a la buena voluntad de los docentes que a una programación rigurosa, científicamente eficiente, evaluable y, por lo tanto, mejorable.

En otras ocasiones, el obstáculo se asienta en falsas creencias muy presentes en nuestra cultura de tradición dualista. Por ejemplo, muchos docentes siguen considerando que lo emocional es algo etéreo que depende de aspectos inabarcables por su gran especificidad. Falsas creencias, como digo.

Contrariamente a las posiciones dogmáticas tradicionales, sería deseable que la escuela proporcionara una formación que ayude a las personas a aceptar y resolver los retos psicológicos que se plantean en el curso natural de la vida. Se trata de aprender estrategias contrastadas, que han demostrado su pertinencia y que son susceptibles de ser aprendidas sin más esfuerzo de lo razonable.

La formación del personal docente es fundamental y muchas de estas personas se muestran interesadas y comprometidas. Faltan, quizás, aportaciones programadas y sistematizadas que pongan de relieve los elementos fundamentales en esta labor, porque las motivaciones, cuando no encuentran asidero, terminan perdiéndose entre acciones inconexas, desordenadas, a veces contradictorias, que no aportan mucho y alimentan las visiones subjetivas de cada cual, polarizándolas.

Quizás, la preocupación excesiva por la moralidad o la espiritualidad nos ha desviado del objetivo de que la gente sea feliz. Las creencias religiosas y morales se construyen desde múltiples ámbitos que a menudo pesan más que la propia escuela, como pudieran ser la familia, los medios de comunicación, las nuevas tecnologías o el grupo de iguales y, por lo tanto, son responsabilidad de la sociedad entera. Sin embargo, las nociones principales sobre el modo en el que los planos orgánico, cognitivo, conductual y emocional se interrelacionan, y las decisiones a adoptar en función de cada circunstancia anímica, sí requieren, para su enseñanza, cierto nivel técnico y formativo que encontraría en el contexto escolar un campo de cultivo fértil.

No se trata de que nuestros jóvenes terminen la educación obligatoria con medio grado en psicología, ni de que se conviertan en maestros del mindfulness. Se trata de promover una educación para la vida que sea realmente útil, preventiva y aporte herramientas necesarias para todas las personas.

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